Hace ya varios años que Mario Vargas Llosa universalizó el Perú y sus escenarios en su obra, pero el último jueves, al obtener el Premio Nobel, dio un paso a la posteridad
(Archivo de El Comercio)
Por Nelly Luna Amancio
–¿Estás segura de que esta es la casa donde vivió Vargas Llosa?
El asombro dibuja el rostro de Edson León. Abre la vieja y negra
reja de metal de esta quinta escondida en la primera cuadra de la calle
Porta, en Miraflores. Una vez dentro el ruido del exterior se detiene,
un árbol gobierna el jardín interior, todas las casitas son simétricas:
todas de quincha, paredes blancas, tejas rojas, puertas estrechas,
ventanas pequeñas. Un gato ronronea al costado del depósito: una
construcción que bien podría ser la casa de un enano. La quinta parece
inamovible en el tiempo. Fuera de ella el mundo avanza, los edificios se
multiplican y la asfixian, pero aquí adentro el escenario permanece tal
cual Mario Vargas Llosa la describió cuando la llamó la quinta de los
duendes, en “Conversación en La Catedral”.
El escritor vivió aquí, según narra en “El pez en el agua”, con
Julia Urquidi, la Tía Julia: “Constaba de dos cuartos y una cocinita y
un baño tan diminutos que solo cabía en ellos una persona a la vez y
frunciendo la barriga. Pero en su brevedad y espartano mobiliario, tenía
algo muy simpático, con sus alegres cortinas y el patiecillo de
cascajos y matas de geranios al que miraban las casitas”.
Los geranios persisten en el jardín, también las cortinas alegres.
Dentro de la casita que hoy ocupa Edson es posible imaginar a Ana, la
mujer de Zavalita, ingresando a la habitación llorando por el arrebato
del inquieto Batuque, su perro; es posible también evocar a Santiago,
sentado en la salita viendo “un retazo de cielo casi oscuro, y adivinar,
afuera, encima, cayendo sobre la quinta de los duendes, Miraflores,
Lima, la miserable garúa de siempre”.
La quinta de los duendes se ha detenido en el tiempo, pero afuera,
en la calle Porta, todo se transforma: se derriban las viejas casas y se
levantan enormes edificaciones. Es probable que los territorios que
recorren la obra de Vargas Llosa vayan cambiando en la realidad, pero
sus novelas las conservarán –inamovibles y cautivas– en la memoria de
sus lectores.
TRANSGRESOR
El precio del amor
Uno de los lugares más recordados en la obra de Vargas Llosa es La Casa Verde (1965), célebre prostíbulo piurano que habría estado en las afueras de Castilla, camino a Catacaos.
“La Casa Verde era una cabaña grande, algo más rústica que una casa,
un lugar mucho más alegre y sociable que los prostíbulos limeños,
generalmente sórdidos y a menudo pendencieros [...] El ambiente era
campechano, informal, risueño y rara vez lo afeaban las broncas”,
escribe Vargas Llosa en “El pez en el agua” (1993). Para el autor, el
burdel de Piura conservaba una función tradicional que en otras ciudades
como Lima ya había perdido: “el lugar de encuentro y de tertulia, al
mismo tiempo que de casa de citas”.
El burdel tiene un rol protagónico en la obra del Nobel peruano.
“Salía [de La Casa Verde] con la cabeza llena de imágenes ardientes, y
estoy seguro de haber vagamente soñado desde entonces con inventar
alguna vez una historia que tuviera como escenario esa casa”. Pero él
mismo reconoce luego: “Es posible que la memoria y la nostalgia
embellezcan algo que era pobre y sórdido –¿qué podía esperarse de un
pequeño prostíbulo de una pequeñísima ciudad como Piura?”.
La Casa Verde existió. Se habría ubicado entre el fundo Flores y el
hotel Iguanas, hacia el costado derecho de la carretera, donde ahora
solo hay chacras.
Al otro extremo de la carretera el crecimiento urbano ha ocupado el
descampado, pero la gente más antigua del lugar todavía recuerda a doña
Rosa, la matrona del burdel. Hace unos 20 años, un veterano periodista
piurano halló lo que serían los últimos restos de La Casa Verde: una
casa derruida y una destartalada rocola.
La desaparición de La Casa Verde fue la metáfora de la aniquilación
de algo más. Vargas Llosa cuenta en “El pez en el agua” que su
generación “enterró a esa institución que iría extinguiéndose a medida
que las costumbres sexuales se distendían, pasaba a ser obsoleto el mito
de la virginidad y los muchachos comenzaban a hacer el amor con sus
enamoradas”.
EL PODER
La lucha por la utopía
Con los personajes de Vargas Llosa sucede lo mismo que con los escenarios de sus novelas: trascienden los límites del tiempo. Cayo Bermúdez no es solo Esparza Zañartu, es la representación del abuso del poder: un hombre común y corriente al que el poder transforma en un individuo abyecto, sórdido y vil; lo mismo sucede con el perplejo Zavalita en su búsqueda de la verdad, o con el poeta Alberto, con la niña mala, con Pichulita Cuéllar, con Lituma y los inconquistables, todos transgresores. La sexualidad también es una forma de transgresión.
“En su obra siempre hay alguien que desafía al poder, que lucha
contra él. Yo creo que a eso se refiere la academia cuando dice que en
su obra hay una permanente lucha del individuo contra el poder”, dice el
escritor Alonso Cueto. Agrega: “Uno de los grandes temas tiene que ver
con los maleficios del poder, que instaura un mundo totalitario, los
pervierte, los corrompe”.
Para Cueto, el otro gran tema en Vargas Llosa tiene que ver con la
utopía. Sus personajes se refugian en un mundo utópico y crean un
paraíso personal, privado. El capitán Pantoja, por ejemplo, crea su
comunidad de visitadoras. Desafía al sistema militar y se burla de este.
Es memorable el himno que Pantaleón Pantoja escribe para sus
visitadoras: “Servir, servir, servir/ Al Ejército de la Nación/ con
mucha dedicación/ Hacer felices a los soldaditos/ y a los sargentos y a
los cabitos/ Es nuestra honrosa obligación/ Cruzamos selvas, ríos y
cochas/ no tenemos ningún temor/ porque nos sobra el patriotismo/
Hacemos riquísimo el amor” (“Pantaleón y las visitadoras”, 1973).
MIRAFLORES
Retrato de la clase media
La vida clasemediera del barrio de Diego Ferré, en Miraflores, ya no existe en la realidad. El barrio que Vargas Llosa recreó en sus novelas e hizo que nos enamoráramos de su historia en “La ciudad y los perros”, “Los jefes” y, luego, en “Las travesuras de la niña mala”, ha sido sepultado por el cemento.
Diego Ferré no es más la calle donde el adolescente escritor jugaba
todos los fines de semana. No hay niños jugando en sus calles: viejas
casas se han destruido para levantar sobre ellas edificaciones
multifamiliares con vecinos que no se conocen. “Esa pequeña comunidad,
fraternidad de muchachos y muchachas con territorio propio”, que él
describió en “Los jefes”, no lo es más. La inseguridad ha ensimismado a
sus vecinos. Solo el aliento de la niebla permanece, frío y arbitrario.
Hace un tiempo le preguntaron al Nobel si no tenía nostalgia de ese
barrio: “Esa es una Lima que ya solo existe en la memoria o en la
literatura”, contestó. En su “Diccionario del amante de América Latina”
escribe: “Comparados con las generaciones que nos han seguido éramos
arcangélicos. Los jóvenes limeños de hoy hacen el amor al mismo tiempo
que la primera comunión”.
VIAJE AL CENTRO
La bohemia de los 50
Un monumento a la nostalgia son los restos olvidados de lo que alguna vez fue el bar La Catedral, en la cuadra dos de la avenida Alfonso Ugarte. El espacio en el que Zavalita descubre la verdad en una larga conversación con Ambrosio es hoy un sucio almacén que afea más ese peligroso y ruidoso lado de la ciudad.
A los 16 años, Vargas Llosa y Zavalita descubren lo que era hasta
entonces para él una Lima ignota: el centro. El escritor ingresa a
trabajar en “La Crónica” e inicia su vida bohemia acompañado por Carlos
‘Carlitos’ Ney. El relanzado Negro-Negro (llamado ahora Bar de Grot) es
otro de los protagonistas en “Conversación en La Catedral”. “Las
carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las
mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla venían murmullos.
Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano”, narra el autor en
“Conversación en La Catedral”. Su descripción corresponde al Negro-Negro
de la realidad.
Vargas Llosa es un autor de vocación realista, dice Alfredo
Barnechea. El premio Nobel reportea, investiga, indaga en sus personajes
y sus circunstancias. “Si bien todos ellos viven en un contexto real e
histórico, también sueñan y tienen fantasías”.
Sus personajes no morirán, Zavalita será siempre ese limeño turbado
que mira a la ciudad sin amor, Lituma y los inconquistables continuarán
reuniéndose en La Casa Verde, en su recoveco del jirón Huatica la
prostituta más preciada por los cadetes de Leoncio Prado, la Pies
Dorados, seguirá cobrando por amar, las viejas quintas miraflorinas no
serán destruidas para levantar edificios sobre ellas, el bar La Catedral
no será un depósito olvidado que afea aún esa parte de Lima. La ficción
y la nostalgia triunfarán sobre la realidad.
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