Benjamín Netanyahu tiene una fijación: frenar el programa nuclear de
Irán. Sabedor de que Estados Unidos, enfangado en Irak y Afganistán,
difícilmente puede asumir un ataque militar, el primer ministro israelí
pretende acelerar la imposición de un castigo ejemplar al régimen de
Teherán. Mientras los cinco miembros permanentes del Consejo de
Seguridad de la ONU y Alemania debaten, el jefe del Gobierno, que
recuerda siempre solemne el Holocausto cuando aborda el expediente
persa, ha dejado clara su postura: "Queremos sanciones económicas
asfixiantes. Y las queremos ahora".
Exasperado por lo que observa como una actitud apaciguadora de las
potencias europeas -se ha escrito que en privado la compara con la rendición
de Neville Chamberlain ante Hitler, en 1938-, y por los nulos
resultados de las tres rondas de sanciones ya impuestas contra Teherán,
Netanyahu pisa fuerte en contra de la nuclearización de Irán, el
estandarte de su gestión y el logro por el que le gustaría ser recordado
en los libros de historia.
Poseedor del arma atómica, y no
firmante del Tratado de No Proliferación nuclear, Israel no va a aceptar
perder el monopolio en Oriente Próximo. Es el asunto con mayor
trascendencia para la diplomacia de Tel Aviv. "Los líderes israelíes que
viajaron a Europa para conmemorar el Día Internacional del Recuerdo del
Holocausto no fueron allí sólo para reforzar los anticuerpos contra las
modernas manifestaciones de antisemitismo. Más bien, fueron para
concitar el apoyo contra la adquisición de armas nucleares por Irán...",
escribía ayer el escritor A. B. Yehoshua en el diario Haaretz.
Queda
margen para abortar esas ambiciones atómicas, pero, según el Gobierno
hebreo, el momento apropiado para las sanciones económicas pasó hace ya
tiempo. Aunque no se aborde minuciosamente a los cuatro vientos, el
Ejecutivo israelí aboga por la imposición de sanciones draconianas: la
prohibición de las exportaciones petrolíferas de Irán y tal vez el
bloqueo del Estrecho de Ormuz, como medida primordial. E impulsa también
la suspensión de las relaciones comerciales que mantiene Teherán con
multinacionales europeas, la mayoría, paradójicamente, radicadas en
Alemania o Italia, los países que con mayor vigor defienden a Israel.
El
régimen iraní, a juicio del primer ministro hebreo, sólo entenderá la
mano dura y está convencido de que las negociaciones no atracarán en
buen puerto. Sin embargo, ha ordenado a sus ministros que bajen el tono
guerrero de sus declaraciones. Así lo ordenó Netanyahu a su Gabinete el
domingo. Según informaba ayer la prensa local, el dirigente israelí ni
siquiera mencionó, durante una reunión con embajadores de la UE, la
habitual amenaza: "Todas las opciones están sobre la mesa". Cuando las
potencias occidentales se lanzan al ruedo del programa nuclear iraní, el
Gobierno israelí acostumbra a callar, aunque algunos augurios
apocalípticos siempre estén presentes en su discurso político.
Poco
importa que el militar más laureado del país, el ministro de Defensa,
Ehud Barak, asegure que Irán no supondría una amenaza existencial para
Israel incluso en el supuesto de que se hiciera con la bomba atómica. La
coyuntura en nada se asemeja a la que desembocó en el genocidio nazi.
Israel es un Estado con una capacidad militar descomunal; disfruta de un
total apoyo político, diplomático y económico del mundo occidental
desarrollado; y el estamento militar israelí no cree que Irán se
atreviera a utilizar el arma nuclear en caso de que algún día la
fabricara. El problema es otro, según apuntan analistas militares: con
un Irán nuclear cambiarían radicalmente las reglas del juego en Oriente
Próximo.
Las probabilidades de un bombardeo aéreo de las
instalaciones nucleares persas son exiguas en esta tesitura. La relación
con el presidente de EE UU, Barack Obama, no es precisamente idílica, y
sería una osadía que Israel se lanzara a la aventura sin pleno
consentimiento de Washington.
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